Por Perrine Chauliac
Según el Índice de Congestión Vial TomTom 2021, los tiempos de viaje en la Ciudad de México son, en promedio, 38% más largos que si se efectuarán en condiciones de poca congestión vial[1]. Su modelo de movilidad, como el de la mayoría de las grandes ciudades de América Latina, ha privilegiado el coche particular, y resulta hoy en consecuencias negativas sobre la calidad de vida de sus habitantes, además de tener un impacto fuerte sobre el medio ambiente.
Desarrollar nuevos sistemas públicos de movilidad sustentable se ha vuelto crucial para las políticas públicas urbanas, sin embargo, financiar esta transición es un desafío para las ciudades. La mayoría de los sistemas públicos de transporte son altamente deficientes, con ingresos que no compensan los costos de inversión y de operación: por ejemplo, entre 2008 y 2015, el Sistema de Transporte Colectivo de la Ciudad de México tenía déficits presupuestarios alrededor del 50%, es decir, recaudaba la mitad de lo que gastaba[2]. En este contexto, ¿qué papel juegan los diferentes actores de los ecosistemas urbanos y estatales en financiar la transición hacia una movilidad sustentable?
De acuerdo con la organización ecologista internacional que busca la solución a los problemas ambientales globales, Greenpeace, define la movilidad sustentable como “un modelo de traslado y de ciudad que permite a las personas ir de un lugar a otro sin generar tantas emisiones contaminantes, de forma accesible, eficiente, segura y equitativa para todo tipo de personas y necesidades”. Para las ciudades, los traslados de menor impacto ambiental son los que se efectúan en transporte público (metro, BRT, buses, tranvía, cables) o como movilidad activa, es decir, en bicicleta, patineta o caminando. No obstante, en muchas ciudades de América Latina, el coche es el modo de transporte privilegiado, por varias causas, como la falta de alternativas en transporte público, la complejidad de los transbordos, la inseguridad para caminar o andar en bicicleta, o bien, el estatus social. Bogotá por ejemplo es la ciudad de la región más afectada por el uso del vehículo particular, el Banco Interamericano de Desarrollo calculó que un Bogotano pierde 186 horas al año en el tráfico[3].
Para definir quiénes deben participar en el financiamiento de la transición hacía una movilidad sostenible, se debe iniciar desde la paradoja del transporte público: las infraestructuras de transporte público y de movilidad activa (metros, BRT, buses, cables, bicicletas públicas, banquetas) implican inversiones públicas importantes para su construcción, y luego para su operación, y mantenimiento durante su vida útil.
Si bien, dichos sistemas de transporte no son rentables, el precio del boleto no permite recuperar la inversión inicial, y por lo tanto, el transporte público es generalmente subsidiado.

¿Por qué los gobiernos subsidian el transporte público?
Porque sus externalidades positivas lo justifican: permite a los habitantes acceder a empleos, amenidades urbanas (de salud, de educación, de diversión), y estar socialmente conectados. En este sentido, el transporte público está diseñado para redistribuir los costos y beneficios de la urbanización, haciendo que los ciudadanos de zonas menos privilegiadas puedan acceder a lo que necesiten. La organización Ile de France Mobilités calculó que, si un Parisino pagará el costo real de su boleto de transporte, costaría cuatro veces más caro que lo que paga actualmente. Más allá del propio usuario, diferentes actores se benefician de esta redistribución: las empresas, los dueños de predios, los habitantes, el gobierno local, y la sociedad en general, representada por los Estados, y las organizaciones multilaterales. Por lo tanto, cada uno de estos actores tiene un papel en financiar la movilidad sustentable.
En primer lugar, cada usuario contribuye a financiar los sistemas de transporte público, a través del precio del boleto. Para que el sistema sea sustentable, la estructura tarifaria debe tomar en cuenta la capacidad de los usuarios a pagar, por
ejemplo; estructuras basadas en la distancia recorrida suelen resultar desiguales, porque los habitantes que viven lejos de las zonas de empleo y servicios suelen tener menos capacidad económica para absorber este costo.
Un reto en América Latina es la falta de integración entre las tarifas de los transportes, otro ejemplo; en la zona metropolitana de México, existe cierta integración, aunque incompleta, entre los medios de transporte dentro de la Ciudad de México, pero falta un sistema interoperable para conectar los buses del valle de México y considerar de forma integral el commuting con el Estado de México. En general, en las ciudades de la zona, sigue siendo habitual que las tarjetas de los autobuses municipales no sean aceptadas en los autobuses metropolitanos, y que no haya descuentos para los pasajeros que necesiten tomar más de un autobús. Por esta razón, para fomentar la movilidad sustentable, es clave desarrollar la intermodalidad, es decir, la capacidad de trasladarse de forma eficiente entre sistemas de transporte público (metros, BRTs, buses, bicicletas etc.) con una tarifa integrada. Contribuye a mejorar el atractivo del transporte público, el coche privado, y aumenta la disposición a pagar del usuario.
Otro actor que puede estar más interesado en financiar los sistemas de movilidad sustentables en América Latina son las empresas. Quienes se benefician directamente de una conexión eficiente de transporte con sus sedes, para garantizar que sus empleados lleguen con mayor facilidad y seguridad, incluso, la proximidad de estaciones de metros o BRTs se puede volver un factor a favor en el momento de contratar a nuevos empleados. En Europa, muchas ciudades se benefician de una participación de las empresas en los costos de los abonos de transporte público; por ejemplo, en París, el empleador tiene como obligación legal[4] financiar el 50% del costo de los trayectos domiciliados al trabajo de sus empleados, lo que se traduce en una contribución al pago de la tarjeta intermodal, el “pass Navigo”, luego la empresa se beneficia con una exoneración de impuestos. Este tipo de obligaciones contribuye a fomentar el uso del transporte público por los empleados, volviéndolo una opción más interesante económicamente que un trayecto en coche. De la misma forma, muchas empresas incentivan a sus empleados a ocupar movilidades activas, para reducir sus huellas globales.

Una tercera herramienta de financiamiento de los sistemas de transporte es el impuesto en el valor de la propiedad; en efecto, los dueños de predios localizados a proximidad de una nueva infraestructura de transporte tendrán un beneficio, igual si ellos mismos no ocupan dicho transporte. Se beneficiarán de una ubicación más atractiva que aumenta el valor de su propiedad. Por esta razón, es clave para las ciudades cuantificar el incremento en el “valor del suelo” (land value capture) generado por una inversión pública en nuevos transportes públicos, o mejores condiciones para las movilidades activas; y luego, tener una política fiscal que refleje este incremento, a la vez que respeta las situaciones económicas de las comunidades involucradas para no generar más desigualdad.
Asimismo, los gobiernos locales son de los primeros interesados en promover la movilidad sostenible, por la calidad de vida que trae a sus habitantes. La ciudad es el primer lugar afectado por la congestión y la contaminación generada por el uso del automóvil. Por esta razón, los gobiernos urbanos subsidian sus transportes y tienen incentivos para invertir en infraestructuras que vuelven las movilidades activas seguras y atractivas: banquetas, alumbrado público, ciclopistas. Más allá de subsidios, un informe del Banco Interamericano de Desarrollo sobre los subsidios públicos al transporte en América Latina menciona dos estudios que llegan a la conclusión que, los beneficios de imponer cargos al uso del carro son significativamente superiores a los beneficios que se pueden lograr a través de subsidios al transporte público[5]. Significa que, desarrollar políticas como peajes urbanos, cobro del estacionamiento vial, implementación de carriles exclusivos, son más eficientes que una reducción de la tarifa al transporte público por subsidios públicos. Por ejemplo, la ciudad de Rotterdam en los Países Bajos inició pilotos de “peajes positivos” para permitir accesos a la ciudad con tarifas más bajas en horarios de poco aforo vehicular. Las ciudades de Ámsterdam y París tienen sistemas de gestión del estacionamiento vial inteligentes que permiten reducir los tiempos pasados en buscar un cajón, y eso tiene un impacto fuerte en reducir la congestión vial. Como lo resalta un artículo de Egis, se estima que del 5 a 10% del tráfico en París se debe a vehículos buscando estacionarse[6]. Otra iniciativa es la ciudad de Manchester que implementó con la empresa Egis una zona de bajas emisiones, con control de acceso vehicular para disminuir el uso del coche, y consecuentemente la contaminación en su centro. El papel de las ciudades en fomentar la movilidad sostenible es, entonces a la vez de subsidios, pero también de políticas públicas de planeación urbana.

Finalmente, además de la escala local, los Estados tienen un papel crucial en impulsar y financiar la transición hacia una movilidad sustentable porque son quienes definen los objetivos en temas de medio ambiente, y a quienes se les asigna un presupuesto para ello. Por ejemplo, Chile presentó en el 2021 una Estrategia Nacional de Movilidad Sostenible con visión al año 2050. En sus últimas contribuciones determinadas a nivel nacional, se comprometió a alcanzar la neutralidad de carbono en 2050[7]. Para lograr esta meta, el Estado fomenta y financia medidas como; una planificación territorial orientada a la movilidad activa, el desarrollo de la intermodalidad, desincentivos al uso de vehículos contaminantes, la descarbonización de flotas, la promoción de cambio tecnológico, incentivos a la operación y a los usuarios del transporte público para nombrar algunos. Además, es el Estado quién puede impulsar más la integración entre los niveles administrativos, por ejemplo, dando incentivos para que los municipios de una misma área metropolitana cooperen en proyectos conjuntos de transporte o, al menos, alineen los instrumentos, como los pases de autobús o las tarjetas electrónicas.
En estos planes de movilidad, los estados pueden recibir apoyo de organizaciones multilaterales: por ejemplo, el plan de Chile está soportado por la Cooperación Internacional Alemana (GIZ), y EUROCLIMA+, un programa financiado por la Unión Europea. Los bancos multilaterales pueden también otorgar préstamos con el objetivo de apoyar a los países en sus objetivos ambientales.
En conclusión, financiar la movilidad sostenible se ha vuelto una necesidad para las ciudades de América Latina para remediar la congestión, y reducir la contaminación ambiental. Financiar esta transición requiere involucrar a muchos actores, y muchas herramientas; sistemas de tarifas integrados, contribución de las empresas, impuestos, subsidios locales y estatales, préstamos de organismos multilaterales. Más allá del financiamiento, la capacidad de los diferentes niveles de planificar y tener una verdadera visión de la ciudad sustentable es crucial. En un artículo reciente para The Economist, Kristalina Georgieva, directora del FMI, expresó que la primera dificultad para adaptar infraestructuras a las exigencias de la sustentabilidad es apoyar a los gobiernos para que incluyan las especificaciones correctas en sus licitaciones públicas. En el futuro, la verdadera dificultad de la transición hacía infraestructuras de transporte será cuantificar e integrar los beneficios ambientales y sociales de la movilidad sustentable en el cálculo de la rentabilidad de los proyectos, junto a las consideraciones financieras.

Perrine Chauliac
Egresada de la Maestría en Políticas Públicas Urbanas de Sciences Po Paris, Francia. Profesional en temas de infraestructuras de transporte en América Latina en la OECD y posteriormente en la empresa francesa, Egis. Actualmente se dedica a proyectos de inversiones en infraestructuras de transporte, con un enfoque especial a la movilidad urbana en la Ciudad de México.